Los tres cuerpos[1] o Querido diario:
- Suena el despertador. Apenas abro los ojos, los movimientos que hago para dejar atrás el umbral de la inconsciencia despiertan a las partes antes dormidas de mi cuerpo. Mientras sopeso, con el primer bostezo, cuándo estaré en condiciones de entrar en contacto con el mundo exterior, me voy viendo entre las sábanas: mis dedos, mis manos, etc. Me reconozco y, efectivamente, soy yo: no aquel personaje etéreo que acabo de dejar atrás, sino su cárcel. Me desperezo y el desmoronamiento del solipsismo onírico culmina en la dependencia de un cuerpo. Lo cotidiano de este ritual, el nacimiento después del subconsciente, hace que este proceso sea rápido y se haga sin llantos. El resto del día lo dedico a alejarme de este primer desconcierto.
- Me miro al espejo. Lo que veo en la superficie reflectante soy yo. O sea, creo que soy yo. Pero a decir verdad, no es más que otro, una imagen (imitari) que efectivamente repite todo lo que hago. A decir verdad, a este imitador me lo tomo muy en serio e incluso confesaría que estoy enamorado de él (ya tengo que estar muy jodido para verlo como un triste mimo). Gracias a él, puedo comprobar que no difiero en tanto de aquellos que están a mi alrededor, compararme con toda esa gente y poder ir describiendo cómo soy yo: moreno o rubio, alto o bajo, guapo o feo, etc. Gracias a él, puedo peinarme para que otros puedan verme así, peinado.
- Me lavo los dientes. Algún dolor, tos o molestia me recuerda que debo ir a mirarme eso. Recuerdo mi última visita al médico, y me vienen a la cabeza todas aquellas ecografías en la pared de la consulta. Documentos extraños: formas en negativo de las piezas que me construyen, cuyo mecanismo para mí tiene más de enigmático que de cognoscible. Mientras desayuno me da por pensar que me compongo de cosas que apenas comprendo, que yo estoy hecho de desconocimiento puro, de una sustancia que bien podría parecerse a la mantequilla untada en mi tostada.
- Empieza el día. Salgo a la calle y mis pasos van recorriendo un camino invisible. Sí, estoy acostumbrado a hacer eso que suelo hacer muchas veces. Mi vida está basada en rutinas y en ellas he ido creando lo que me gusta pensar que es un relato. Si aquello de lo que estoy hecho (instantes, visiones y extrañamiento) no son sino partes de un algo que no sé muy bien qué es (o, al menos, sé que “no es” todas esas partes), necesito, al menos, dar aliento a ese huérfano fragmentado. Vale, a veces exagero comparándome Frankenstein; al fin y al cabo, mi narración no termina siendo tan tortuosa o no se diferencia de aquello a lo que todos aspiran, un poco de lo mismo: una línea de tiempo, donde haya experiencias y emociones, subrayada por una promesa de seguridad. De pronto, no veo el filo de la acera y un puntapié me hace caer al suelo. En el asfalto y dolorido, maldigo a ese estúpido bordillo mal colocado, pero al momento paso a espetarme a mí mismo, “¿qué digo?, soy yo el culpable de esta caída”. Veo la sangre que brota de la herida, aunque no alcanzo a ver nada más profundo que la piel[2]: creí que podía ser yo, tener una vida, y al final siempre me traicionan todos mis cuerpos. Y pienso que, efectivamente, soy Prometeo y el águila del castigo. Yo soy mi propia trampa.
Néstor Delgado
[1] Valery, Paul. Discurso a los cirujanos: Notas sencillas sobre el cuerpo. Valencia: Verdehalago, 1998.
[2] Famosa frase de Paul Valery, “Lo más profundo que hay en el hombre es la piel”, citada en Deleuze, Gilles. Lógica del sentido. Barcelona: Paidos, 1989.