Lo que no se ve no está. En eso consisten las violencias sutiles. No se aprecian a simple vista, no despiertan la necesidad de protegerse y por eso van filtrándose poco a poco en la cotidianidad colectiva y privada. La finalidad de estas microviolencias es mantener el dominio, el control, dentro de esa zona de lo apenas perceptible, y por tanto difícilmente detectable. Su contenido casi siempre viene de pautas o roles previamente establecidos y extendidos en el tiempo, de manera que forman parte de lo socialmente aceptado o al menos de lo no denostado. Surten efecto porque adoctrinan, amaestran. Las microviolencias nos modelan y reconstruyen más de lo que somos capaces de ver, convirtiéndonos en sujetos impostados.
Foucault dice en Los Cuerpos Dóciles que “El momento histórico de las disciplinas es el momento en que nace un arte del cuerpo humano, que no tiende únicamente al aumento de sus habilidades, ni tampoco a hacer más pesada su sujeción, sino a la formación de un vínculo que, en el mismo mecanismo, lo hace tanto más obediente cuanto más útil, y al revés. Fórmase entonces una política de coerciones que constituyen un trabajo sobre el cuerpo, una manipulación calculada de sus elementos, de sus gestos, de sus comportamientos.”
La ropa interior pierde aquí su función prototípica de higiene y abrigo. Les queda grande, pequeña, las constriñe, o ni las tapa. A veces las ata. Queda esta vez muy lejos de cumplir como modelo de sensualidad. Su objetivo es violentar, constreñir, amarrar, extrañar, alienar. Pero sutilmente, sin levantar pasiones; la impasibilidad es, en ocasiones, un tipo de sumisión. Si hay algo peor que someter y que el otro se sienta sometido, es que este se piense libre.
Uve Navarro